miércoles, 20 de julio de 2016

LONDRES, LA CAPITAL MÁS GRANDE DE EUROPA.

Londres tuvo un doble nacimiento. De un lado, estaba Londres propiamente dicho, lo que hoy se conoce como la City, la ciudad de los comerciantes y de los burgueses, y la ciudad también de la Catedral, del obispo. Esta era la población primera y más importante, que no era sede del gobierno, sino del comercio, y que tenía y tiene muy cerca Westminster, es decir, la ciudad del gobierno, la ciudad del Rey. Aún subsiste hoy esa división administrativa entre los municipios de la City y de Westminster, las dos poblaciones más importantes que constituyeron la capital y que fueron seguidas por muchas otras. Pues Londres es la sumatoria de muchas poblaciones cercanas, que con el tiempo se fueron añadiendo, y esto explica su estructura, en cierto modo amorfa y aleatoria, sin trazado geométrico, enorme, llena de vacíos verdes y de muy baja densidad.

Aunque Londres tiene el gran río, el Támesis, tan ancho como para ser un puerto, y al que se asomaban y se asoman la City y Westminster. Pues, a falta de otro trazado, Londres tiene al Támesis como su rasgo estructural primario, pero también como borde o límite, pues el otro lado no es exactamente Londres, sino Southwark. O sea, el suburbio, en realidad, otra ciudad, con otra catedral y otro obispo. Aunque hoy veamos a la capital asomarse al río en sus dos bordes, y todo lleno de magníficos puentes, no debemos confundirnos. Southwark hoy es ya Londres, por supuesto, pero antes no lo era. El río no tenía una condición central -que hoy no tiene todavía de una forma plena- sino de frontera. Southwark era el suburbio, y de ahí que allí estuviera el Globe Theatre de Shakespeare, ya que en el siglo XVI el teatro se consideraba algo de baja nota, casi próximo a los burdeles.

Ha de considerarse este asunto una característica fundamental de la gran ciudad, que en buena medida es un importante defecto, algo corregido, muy poco a poco, y en los últimos tiempos. Que Londres llegara tener el río como un elemento central no comenzó a perseguirse en la zona de Westminster hasta los años 30 del siglo XIX, cuando se hizo el Parlamento, colocado al borde el Támesis. Y que recibió, ya en el siglo XX, algunas réplicas al otro lado, como el edificio del County Council, en la primera parte del siglo, y, luego, después de la 2ª guerra, con la construcción del Royal Festival Hall (arqto. Martin y otros) y el National Theatre ( Lasdun). Pero esta condición de centralidad del río -esto es, con elementos metropolitanos a uno y otro lado- no es en absoluto continua. Vuelve a aparecer con alguna plenitud bastante lejos, al Este, ya enfrente de la City, en la Tate Modern, antigua central eléctrica (arqto. G. G. Scott) convertida en museo (Herzog y De Meuron) y de la que muy recientemente se ha realizado la ampliación. Se relaciona mediante un puente peatonal (arqto. Foster) con la catedral de Saint Paul. Por último, y todavía más al Este, la zona de la torre de Londres, en el lado Norte, se ve replicada en la otra orilla por el nuevo Ayuntamiento, también de Foster.

La ciudad tardará todavía bastante tiempo en corregir de forma definitiva este defecto histórico, pero deberá ir haciéndolo. La condición del río como frontera se puede observar bien todavía al lado de la Catedral, algo separada del Támesis, y con edificaciones de baja calidad y degradadas entre el templo y el río, como si todavía éste fuera un puerto. La zona de Southwark, como está bastante al norte con respecto a Westminster por causa de la forma del río, y a pesar de ser la ribera Sur de éste, se ha convertido en un lugar privilegiado, pero de más baja calidad urbana y edificatoria, por lo que hoy es el área principal de la gran especulación inmobiliaria. Si Londres continúa con su abultada burbuja urbanística, la gran transformación será el Sur, un enorme, dilatadísimo y atractivo terreno horizontal, cuya seductora exploración resulta infinita.

El Norte es un plano casi continuo, ligeramente inclinado hacia el Sur –hacia el río- todavía más infinito, y compuesto por la yuxtaposición de las muy diversas poblaciones que Londres fue anexionando. En la parte baja están los grandes parques procedentes de las fincas reales, como St James, Hyde Park / Kensington Garden y Regent´s Park. Y las zonas centrales y más urbanas y densas. Arriba, más parques, y las zonas menos densas y más residenciales. Por ejemplo, el magnífico parque Pink Rose, desde donde puede verse toda la ciudad, o la Hampstead Garden Suburb, una de las ciudades jardín más sofisticadas y atractivas.

La falta de trazado geométrico general hizo que la arquitectura, singular o continua, tuviera mucha más importancia que en otras ciudades, en las que el plano resulta más básico. Ya en el siglo XVII, y posteriormente a la Reforma, el goticismo de la ciudad fue alterado mediante la importancia que la Corona, aceptando las ideas de su arquitecto Inigo Jones, concedió a la arquitectura clásica de tradición italiana, que fue aceptada como modelo primario, aunque fue, poco a poco transformada en británica. Así, durante los siglos XVII, XVIII y principios del XIX, la ciudad fue convertida en una ciudad clásica, sobre todo mediante los edificios religiosos y oficiales. Una ciudad de un clasicismo britanizado, pero clásica al fin.

Pero en 1666 un gran incendio destruyó por completo la City. El arquitecto real, Christopher Wren, no pudo reformar la ciudad, como él y el Rey habían querido, pero a cambio construyó la nueva Catedral, Saint Paul, a la manera de una nueva Roma, de un nuevo San Pedro. Y construyó también infinidad de nuevas parroquias, creando los tipos de iglesia anglicana, y originando una tradición que llegó hasta el siglo XIX y que convirtió a la red de los templos parroquiales en una verdadera estructura urbana. A pesar de las grandes alturas y de las múltiples transformaciones, todavía puede vislumbrarse esto hoy, aunque resulte desdibujado.

Desde el siglo XVII al XIX, la Corona, los aristócratas y los grandes propietarios y comerciantes construyeron pequeñas operaciones urbanísticas (las squares –plazas cuadradas-, los crescent –plazas semicirculares- y las terraces –hileras de casas) para alquilar viviendas a la burguesía. Lo hicieron a lo largo de los siglos “clásicos” y realizaron con ello otro de los instrumentos urbanos más importantes y característicos de la ciudad. Squares, Crescent y Terraces no son otra cosa que hileras de casas verticales, de 4 o 5 alturas, que se constituyen al modo de edificios grandes y que llegan a disfrazarse incluso de palacios y a tomar con ellos la forma que se desea. Es decir, sirvieron de instrumentos ideales para la calidad del espacio urbano. A estas operaciones de pequeño urbanismo, y de especulación de las clases altas, debe Londres sus arquitecturas domésticas y sus espacios urbanos más atractivos, compensatorios con creces de la falta del trazado.

No obstante, al principio del siglo XIX, otro arquitecto de la Corona, John Nash, trazó el Regent´s Park, el Park Crescent, y la gran calle compuesta por Portland Place, Regent Street, Picadilly Circus, y su prolongación hasta Pall Mall y Waterloo Place, en la zona de St James. Hecha por encargo del Príncipe regente, fue la reforma urbana más importante de la ciudad, casi única, y estructuró muy convenientemente el Noroeste de Westminster. Con esta reforma se construyó el Londres comercial más importante y se finalizó el período clásico.

Y comenzó el romántico. Con el nuevo Parlamento, para el que se hizo un concurso en el que se obligaba a presentar proyectos góticos o de renacimiento propiamente inglés, se dio la espalda al Londres clásico, ya consumado, para iniciar un nuevo disfraz, sensible al nuevo gusto: un Londres gótico, neo tudor y neo británico, en general. La ciudad inició así la mezcla y convivencia de dos ideales, el clásico y el romántico, y la prosperidad británica durante el siglo XIX hizo que este último fuera enseguida muy notorio y que, casi, se considerara incluso más característico. Las casas neo isabelinas, de ladrillo y piedra blanca, llenas de detalles historicistas, son hoy para mucha gente la auténtica representación de la ciudad.

Pero no todo estaba hecho. A final de siglo y principios del XX se inició un nuevo período clasicista. Pero, sobre todo, nació otro nuevo ideal, el moderno, que fue tan solo incipiente antes de la segunda guerra, pero que se convirtió en definitivo e importantísimo después de ésta. Otro carácter aún, otro disfraz, venía a superponerse al clásico y al romántico. Y la ciudad, tan bien representada por la arquitectura, es fruto de ello.

Así, pues, con una estructura urbana compuesta por el río, los grandes parques, y la impronta de las poblaciones que iba absorbiendo. Extensa y con escasa densidad, apoya da en la arquitectura singular y en la de las parroquias, en las operaciones de micro urbanismo (squares, crescents y terraces), caracterizada por tres disfraces sucesivos, clásico, romántico y moderno, la gran ciudad capital del Reino Unido es la más grande e importante de Europa. Y, además, una de las más bellas, sino la más. Y de las más interesantes y atractivas. Sino la más.

(Ver el libro "Londres, ciudad disfrazada. La arquitectura en la formación del carácter de la capital británica". Ed. Abada, Madrid. 2013. Y también la guía arquitectónica "London´s hundred best buildings". Ed. Cruzial, Santander, 2016.)




ELOGIO DE DON ANTONIO MAGARIÑOS

ANTONIO MAGARIÑOS GARCÍA era madrileño. Había nacido en Madrid en 1907 y murió en 1966, también en Madrid. No soy capaz ahora de hacer memoria de su muerte, que sin duda tuve que conocer en su momento y considerar como una verdadera desgracia, pues tenía tan sólo 59 años. Ya estaba fuera del Ramiro y he de confesar que no me acuerdo.

Había estado en el Seminario, que dejó para estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Central. Fue luego profesor de Historia del Castellano en la Universidad de Salamanca, profesor más tarde del Instituto de Granada, y en 1935 ganó la cátedra de Latín de Enseñanza Media, cuya plaza sentó, para fortuna de todos, en el Instituto Escuela, como ocurrió también con Jaime Oliver Asín y con Juana Álvarez-Prida, aunque esta última no tenía el grado de catedrática.

Parece ser que, en Salamanca, el titular de la cátedra de Historia del Castellano era Miguel de Unamuno, que fue así el jefe de don Antonio. No es una mala coincidencia, desde luego; es, por el contrario, bastante afortunada. Unamuno era considerado entonces como uno de los intelectuales más importantes de España, sino el que más. Pero puede recordarse (y supongo que es verdad, lo leí alguna vez) que cuando Unamuno se presentó a la cátedra de griego en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Salamanca, muy joven, y en la que tuvo un contrincante, cuando acabó la oposición, el presidente del tribunal dijo algo así: “El tribunal ha de señalar que, en realidad, ninguno de los dos opositores sabe griego, pero cabe esperar que el Sr. Unamuno lo aprenda en el futuro. “ Y le dieron la cátedra. No es de extrañar, pues, que en tiempos de don Antonio don Miguel fuera el titular de “Historia del castellano”, disciplina que conocería sin duda mucho mejor que el griego, según esta anécdota, y a pesar de ser vasco.

Unamuno había dado alguna conferencia en la Residencia de Estudiantes, y fue desterrado a Canarias por enfrentarse a la dictadura de Primo de Rivera, y de allí se fugó a París, donde mi padre, que había sido residente, estudiaba ingeniería becado por la Junta de Ampliación de Estudios. Tuvo la fortuna de tratarle algo en la capital de Francia, y de testimoniar que fue allí muy admirado entre artistas e intelectuales, tanto españoles como europeos. Unamuno fue luego republicano y diputado, pero acabó renegando de la República por lo que le parecieron sus excesos. Luego, ya iniciada la guerra, renegó también del Alzamiento, después del conocido incidente con Millán Astray en la Universidad de Salamanca. Murió en una especie de arresto domiciliario, casi en la cárcel, en la que, muy probablemente, también hubiera ingresado si le hubiera tocado la zona republicana. Pues era uno de los representantes de lo que se ha llamado modernamente “la tercera España”, la de los que se quedaron en el medio, o en ninguna parte. Pues parece que en aquellos tiempos, tan presentes todavía en tantos aspectos, hubo en realidad tres Españas y no sólo dos.

¿Qué hizo don Antonio en la guerra civil? No lo sabemos, o al menos, yo no lo sé. Después de la guerra, y ya en la europea, hay ese episodio del informe sobre el régimen nazi, testimoniado por su propio escrito, pero que habrá que poner entre paréntesis y considerarlo, simplemente, como una cosa propia de la época. Demuestra que don Antonio no era perfecto como nadie lo es, y que era un hombre de su tiempo; y quizá con eso, con ese rasgo de humanidad, debiéramos conformarnos.

Cuando mi familia se mudó a Madrid, mi padre, que había nacido en 1904, que era por tanto coetáneo de don Antonio y que había pertenecido a la Residencia de Estudiantes, fue a ver a Magariños, al enterarse de que había sido catedrático del Instituto Escuela, para pedirle plaza para mí, entrevista que debió de resultar fructífera, pues entré en el curso de ingreso en la escuela Preparatoria en octubre de 1956. Allí en un solo año fui cambiando sucesivamente de clase y tuve a los profesores Qurirós, Moneo, Corral y Muñoz Cobo.

Como don Antonio, mi padre pertenecía a la generación partida por la guerra civil y, de hecho, pasó de ser republicano a franquista, nunca llegué a saber bien del todo si de corazón o doblegado y resignado por la realidad. Don Antonio, que empezó queriendo ser cura y que era tan católico, parece ser por ello que estaría probablemente algo más desviado ya hacia lo que luego fue el franquismo. Fundado el Instituto Nacional “Ramiro de Maeztu” como intento franquista de emular la enseñanza republicana, y, muy concretamente, apoderándose y transformando el Instituto Escuela (que había sido ya el Instituto modelo oficial, pero montado por la Institución Libre de Enseñanza), Magariños fue nombrado Jefe de Estudios ya en 1939. Una jefatura que se parecía al cargo de “prefecto” en los colegios de Jesuitas. O sea, encargados en principio de la ordenación de los estudios, pero dedicados también, incluso sobre todo, al mantenimiento de la disciplina, ello al menos en lo que hace a la imagen que se daba frente a los alumnos.

Porque nosotros creíamos, pues es lo que veíamos, que el Jefe de Estudios era como el “sheriff” del Instituto, el que guardaba el orden público. Ignoro por qué esta obligación se había añadido a la de Jefe de Estudios, cuya misión importante es la de ordenar la enseñanza, como su propio nombre indica. Don Antonio tenía, sin duda, que organizar la división del Instituto en cursos y en clases, acordar con los catedráticos la asignación de los diversos profesores, organizar el horario y el calendario, etc., etc… Además, llevaba el orden, lo que hizo con gran éxito y habilidad. ¡Vaya chollo que tuvieron con él! Y con su vocación, eficiencia y habilidad. Así se explica que le mantuvieran durante tanto tiempo.

Pero a don Antonio, utilizado por sus compañeros como Jefe de Estudios durante nada menos que 20 años, nunca le fue ofrecida la dirección, como hubiera sido lógico. ¿Cómo fue posible esto? Luis Ortiz Muñoz detentaba ese cargo incluso durante los muchos años que estuvo enfermo. Ni siquiera le sustituyó Alvira, convertido en sempiterno subdirector, pero a mi entender debería haberle sustituido don Antonio, y que esto no se hiciera me parece un grave fallo del Instituto, explicable muy probablemente por el franquismo, y por la lucha de fuerzas dentro de él. Ortiz Muñoz, a pesar de su aspecto personal de moderación, debía de ser un franquista duro, hombre de confianza del régimen, y del que no se quería prescindir como garante del control político y del equilibrio de las citadas fuerzas, tan importante para el dictador. Quizá. O acaso se trataba tan sólo de que era un franquista importante a quien no se quería ofender con la sustitución.

Pero don Antonio se convirtió, paradójicamente, en la representación misma del Instituto. Y no sólo por haber sido también el director del internado Hispano-Marroquí, el fundador del Estudiantes y del Instituto nocturno. Lo llevaba todo, como puede verse. Igualmente y sobre todo porque desde su cargo de Jefe de Estudios supo mantener una absoluta disciplina estudiantil sin convertirse en un déspota, sin representar la tiranía.

Todo lo contrario: don Antonio era para nosotros –creo o yo; o, al menos, para una buena parte de nosotros- la imagen del orden y del buen comportamiento, y era duro y exigente, y hasta temido, podríamos decir, pero no odiado ni despreciado. Pues era también la imagen de la justicia y del buen sentido. Fue admirado y querido. Era una figura paterna, exigente, pero justo. Tenía carisma. Con su siempre correcta y discreta vestimenta, su cabello ondulado y gris, sus bigotes también grises y sus gafas ligeras, era refinado y elegante, bien parecido, una verdadera figura de gentleman, aunque semejara siempre más edad de la que verdaderamente tenía. Su aparición imponía. Con su megáfono plateado, el minuto de su reloj para callarnos antes de que se acabara, nunca se cumplió, como todos sabemos. Antes de transcurrir, se hacía siempre el completo silencio, era una costumbre. No había tensión ni violencia en aquel asunto: don Antonio nos daba un minuto para callar y lo hacíamos. No había problema, era un inteligente convenio que él había establecido, y uno de los ingeniosos trucos que ideó para imponer el orden sin violencia. (Tenía otros. Recordemos cuando al subir en tropel los días de lluvia desde el patio de columnas, se ponía en medio con los brazos en cruz para que se subiera en dos filas y con la prohibición de tocarle. O cuando desalojaba este Salón de Actos por clases, empezando por 1º A.)

Por eso nunca supimos cual era el castigo que, de no callar después de trascurrido, nos hubiera caído. Cuando sus imitadores quisieron emularle, una vez que él faltó, no supieron qué hacer cuando vieron que el minuto transcurría sin lograr el silencio. En nuestra época, que vivió su enfermedad y su desaparición como Jefe de estudios, ya con mi promoción en el bachiller superior, el Ramiro se sumió en un cierto caos, que nadie supo eliminar del todo. Recuerdo el cambio que su cese supuso y como la aparición de inspectores de carácter represivo sublevaba especialmente a don Jaime Oliver. La desaparición de don Antonio no fue suplida por nadie, y ello a pesar de la dulzura y bonhomía de don Guillermo García Sauco, nuevo catedrático de Dibujo, a quien le endilgaron la Jefatura de Estudios, pero que no tenía ni carácter ni habilidad ni la suficiente imprudencia para imitar a don Antonio.

Don Antonio había sido un líder, probablemente sin pretenderlo. Un líder paternal de aquella masa de chicos revoltosos, a los que sabía ordenar y hasta dominar, y a los que sin ninguna duda quería y con los que disfrutaba. Pues ese papel, el de líder paternal, probablemente le gustara bastante, le agradara, me parece a mí. Si no, no hubiera sido tan eficiente y habilidoso; y de ahí, creo yo, que durara tanto en el cargo, que lo llevara con satisfacción, y que sus compañeros tuvieran así, con él, tan tremendo chollo como tuvieron.

En latín los de mi clase tuvimos a don Agustín González Brañas, en tercero, profesor Adjunto y admirador de don Antonio, y a quien recuerdo más intencionado que eficiente; y luego a don Julián Gimeno, en cuarto, que a mí me parecía muy bueno, y que me dio matrícula –yo quedé muy sorprendido acerca de mí mismo al contemplarme como bueno en latín, cosa que nunca había esperado, traduciendo a César-. Y cuando un buen día, ya en quinto curso, me encontré a Gimeno por un pasillo, me dijo “Bueno, Capitel, estará usted en letras, ¿no?.” Y yo tuve que decirle, “Pues no, señor Gimeno, estoy en ciencias.” “Pero bueno, pero bueno, ¿y cómo es eso?”. “Es que quiero estudiar arquitectura.”. “Ah, bueno, bueno, si es así le perdono.” La carrera de arquitectura siempre les ha caído bastante bien a la gente de letras. Y resulta lógico, ya que nosotros, los arquitectos, somos, en realidad, los ingenieros de letras. Pues sabemos matemáticas y sabemos latín.

Pero cuento esto porque el caso es que yo no fui nunca alumno de don Antonio, que daba clase de latín en quinto curso sólo a la mitad de la mía, que eran los de letras. Nuestra clase estaba partida en dos. Y lo sentí, porque se adivinaba en él a un gran profesor, como mis compañeros de letras me confirmaron. Me tuve que quedar tan sólo con aquella imagen de elegancia, de rigor y de bonhomía, de exigencia y de justicia, que tan adecuadamente representaba. Era para nosotros el alma misma del Ramiro.
Le respetábamos y le temíamos, pero también le admirábamos y le queríamos un poco, a pesar de ser la imagen de la disciplina. Al menos, yo.

Descanse en paz. Y hagámosle todavía otra placa, un monumento, o algo. Algo grande. Representemos al menos, aunque sea modestamente, esta celebración de su cincuentenario. Se lo merecía con creces. El Instituto no le pagó en su día lo suficiente, ni en dinero, ni en ninguna otra cosa. Pues era uno de esos héroes de la administración pública que a veces, y por fortuna, hay en España.



EL MITO DE LA CASTELLANA, UNA UTOPÍA CONTEMPORÁNEA
Antón Capitel

La Castellana es el gesto urbano más importante de Madrid, un poderosísimo rasgo metropolitano que pocas ciudades tienen. Afortunado fue el momento inicial en que se urbanizó la vaguada del Prado de San Jerónimo y se convirtió en un Paseo (finales del siglo XVIII), y afortunada también la decisión de que, acompañando la cuadrícula del ensanche y siguiendo la vaguada, fuera prolongándose hacia el norte (mitad del siglo XIX). Y que, todavía, cuando Zuazo y Jansen definieron el crecimiento de la ciudad a partir del concurso de 1929, se prolongara hasta el encuentro con la antigua carretera de Francia que había servido para asentar el pueblo de Tetuán de las Victorias. Aún más: desde la llamada plaza de Castilla hasta donde hoy acaba, todavía se prolongó la importante vía en tiempos de la primera etapa de la dictadura militar franquista. Así, una vía ancha y arbolada se convirtió no sólo en el más importante rasgo metropolitano, sino también en el elemento vertebrador más decisivo de la ciudad central. Todo el mundo sabe esto, desde luego, y acaso también que no todas las grandes metrópolis, como ya se había dicho, cuentan con un rasgo urbano tan dilatado, tan atractivo y tan importante. No extraña así que se haya convertido en un verdadero mito, al menos para aquellos que gustan de observar la ciudad y, claro está, para los profesionales.

Pero la Castellana, a pesar de su atractivo, no es perfecta y tampoco es unitaria. En su parte que podríamos llamar histórica (Prado, Recoletos y Castellana, hasta San Juan de la Cruz), las indecisiones que sufrió su construcción edilicia a lo largo del tiempo, oscilando y contradiciéndose entre la edificación convencional y cerrada y la abierta y exenta, le dieron una configuración no del todo ordenada y también unas condiciones de escasa vitalidad urbana. Los pocos edificios residenciales, hoy además sin ese uso en su gran mayoría, y el escaso comercio, hizo de ella un Paseo, un parque urbano lineal, si se prefiere (que no es pequeña cosa, desde luego, pues está en el centro), superpuesto hoy además con una autovía urbana, pero no una calle dotada de vitalidad, de fuerte y atractiva vida urbana. Preciso es reconocer que esto lo tiene en un grado pequeño, y que basta compararla con la Diagonal de Barcelona para comprobarlo. La Diagonal de la capital catalana, uniforme y recta, quizá no sea tan bella, tan atractiva y tan variada como La Castellana, muy probablemente, pero su pertenencia al ensanche decimonónico y, así, la consecuente edificación y el comercio le han dado bastante más vitalidad, al menos en algunas de sus más importantes zonas.

La prolongación de la Castellana, iniciada por la República y acabada por la dictadura militar, se extiende desde los nuevos Ministerios hasta el estúpido nudo de tráfico final, remate indigno para una vía tan importante, y es casi completamente recta (tiene un único quiebro en la plaza de Castilla), pero su edificación es abierta, en buena medida mixta y algo perpleja e indecisa, y también está convertida en una autovía urbana de tránsito rodado. Su comercio es mínimo y su vitalidad urbana escasísima, bastante menor aún que la del tramo histórico.

Así pues, una mixtura no del todo convincente entre las condiciones de paseo y de autovía y una definición poco precisa, y más bien azarosa, entre la forma y el uso de las edificaciones ha hecho de la Castellana un elemento urbano que presenta algunas ambigüedades no muy atractivas. Podría decirse que una cosa relativamente abstracta, la de su naturaleza estructurante del tejido urbano, y otra mucho más concreta, su imagen como tal, su condición de espacio urbano configurado y visible, son sus mayores virtudes. Y que su vitalidad urbana (su uso, al fin) es algo más dudoso y más precario.

Cuando, ya desde hace algún tiempo, se ha pensado en una nueva prolongación de la gran avenida, todavía más al norte, y ahora discutida por el municipio en relación a su cantidad, a sus densidades edificatorias ¿se ha meditado bien en lo que verdaderamente quiere hacerse? O, por el contrario, ¿la ciudad se está dejando arrastrar por la fuerza de un mito, con la actitud irracional que esto supone?

Empezando por el principio: ¿Se ha pensado bien si es conveniente, y por qué, prolongar en la misma dirección y sentido el elemento fundamental que ha estructurado hasta ahora la ciudad central? Es decir, el hipotético y nuevo Madrid hacia el norte, que es y sería ya tan distinto ¿debe seguir apoyado estructuralmente hablando en la prolongación del viejo rasgo metropolitano? Y si esto fuera así ¿debe ese elemento seguir conteniendo, seguir teniendo como soporte principal, una autovía urbana de tránsito rodado? Esta nueva prolongación tendría al menos la virtud -y a juicio de quien esto escribe- de eliminar el nefasto nudo de autovías en que hoy acaba el Paseo, estólido producto de las obras públicas convencionales y testigo elocuente de la torpe y culpable sustitución del pensamiento urbano por los puntos de vista, actividades y negocios de las obras públicas. Esta desaparición, desde luego, no sería poco. Ahora bien, ¿todo lo demás debe de seguir igual? ¿La nueva prolongación de la Castellana debe ser otro tramo distinto que siga, diríamos, el modelo de la tradición, la naturaleza del mito?

Porque si tornamos la vista atrás y nos vamos al Sur, podemos contemplar claramente que, con una naturaleza muy distinta, el Paseo del Prado -La Castellana- ha tenido también por allí una importante prolongación, ya vieja, la que configuran la Avenida de la Ciudad de Barcelona, primero, y la Avenida de la Albufera, después. Estas calles han llevado el rasgo metropolitano fundamental hasta el barrio del Puente de Vallecas, si bien el elemento urbano que lo ha hecho es el de unas calles bastante anchas pero relativamente sencillas, de una jerarquía urbana menor que el histórico Paseo. Ahora bien, esto nos puede llevar a pensar que quizá la prolongación por el norte, sin renunciar a su papel estructurante ni a su condición de espacio urbano cualificado y verde, podría ser distinta de la que ha sido tradicional.

Resulta poco arriesgado profetizar que la vitalidad urbana no se logrará en esta nueva prolongación, pues ya están los tramos antiguos para mostrarlo elocuentemente. Pero con toda probabilidad tampoco se logre que, frente a ellos, el nuevo tramo consiga alcanzar un carácter central y metropolitano. Es dudoso que esto se consiga, aunque también es dudoso que sea necesario.
Finalmente está la cuestión de la cantidad y de las densidades, hoy discutida y ya modificada por el nuevo municipio frente a lo dispuesto por el anterior. Es bien conocido que el nuevo municipio quiere rebajar el alcance cuantitativo de la operación, y, muy recientemente, se ha tropezado con los políticos de la administración extinta del Ministerio de Fomento, que, haciendo caso omiso de su precaria situación política actual, han amenazado al municipio con reclamaciones judiciales de carácter económico para compensar las inversiones infraestructurales que, según aseguran, el Ministerio ha hecho ya.

Pero esto solo puede entenderse a través de detectar que la administración extinta y en funciones parece estar afectada por una suerte de insólito espejismo, el de creerse propietarios del Ministerio de Fomento y, en general, de la administración. Pues no puede darse crédito al hecho de que un ministerio supuestamente español -eso creemos-, y políticamente extinto -eso sabemos-, haga reclamaciones económicas al Ayuntamiento de la capital de su propio Gobierno.

Dicho de otra manera: ¿hemos de permitir que los políticos en funciones, parte ya extinta de un gobierno ineficaz en tantísimas cosas, pero, sensiblemente, en el campo que nos ocupa, se erijan en defensores de las inversiones exageradas en obras públicas, quizá hechas pero sobre todo por hacer, y de la más intensa especulación edilicia como si el hecho de haber sido políticos del ministerio del ramo y pertenecer al partido en el que militan les diera la legitimidad para ello? Las obras públicas urbanas excesivas y la especulación edilicia intensa ¿son acaso bienes sociales y generales que la administración ha de defender? Estos sujetos, pues, ¿no deberían callarse como muertos frente a un Ayuntamiento que no está como ellos en funciones y frente a un Ministerio aún por llegar? ¿Quién les ha designado para resucitar la burbuja urbanística, para seguir defendiendo la especulación edilicia? Pues, ¿se da realmente el caso de que haya gente para tantas viviendas como ellos defienden? ¿No deberían dejar paso franco a quienes estén dispuestos a estudiar y defender una actitud más razonable que la que ha sido propia del inmediato pasado?

Ahora bien, es muy probable que las señoras y señores ediles del nuevo municipio tengan razón y que una cantidad edilicia más pequeña, sea mucho mejor; esto es, más ajustada a la realidad. Pero -a mi entender, al menos- esto es así tan sólo por la cuestión de que más viviendas no parecen necesarias y de que tienen por ello el grave peligro de quedar tristemente vacías. Pero no porque la alta densidad -propia de las situaciones centrales y de la vitalidad urbana de la que dicha densidad las dota- ni el negocio de la edificación sean males en sí mismos, pues no lo son. No lo son, en absoluto. Creerlo así no sería un pensamiento propiamente urbano, y de acuerdo con la razón, sino tan sólo una ideología.

Pero resultaría igualmente necesario, que los señoras /es ediles no crean que con esto se agota el problema, como ya en buena medida se ha avanzado. Para una verdadera revisión de lo heredado, resulta preciso que se demuestre que el sentido urbano de la nueva prolongación es oportuno. Esto es, que la nueva prolongación se plantee o no como la dotación de continuidad al elemento estructural primario de la metrópoli, y que tal cosa, si la respuesta fuera positiva, convenga. ¿Debe de llevarse aún más al norte el rasgo urbano estructural primario, o debe continuarse la prolongación con menor jerarquía urbana, como en la Avenida de la Ciudad de Barcelona? Un centro lineal de longitud aún más grande, casi indefinida ¿es lo mejor? ¿Se aspira o no a que la prolongación prolongue también la condición central?

Pero es preciso además que se defina si La Castellana toda continuará siendo una suerte de autovía, arrastrando así las costumbres del pasado, o tan sólo una muy buena calle que, conteniendo una cierta e imprescindible capacidad de tránsito rodado, se planteara también, y principalmente, como una avenida parque en la que la calidad física y formal del espacio urbano sea lo principal. Y la definición acertada de lo edificado no será baladí para ello. La historia de La Castellana nos enseña cuanto la gran calle es en muy buena medida producto de la edificación finalmente construida, las más de las veces completamente distinta de cómo había sido pensada en el planeamiento original.

Pues, verdaderamente, el papel moderno del resto del gran eje, de la parte ya existente, está todavía por decidir del todo, por pensar si ha de ser o no reformado. La Castellana sigue siendo una autovía, e incluso la lúcida y atractiva reforma del equipo de Siza Vieira para el tramo histórico, Prado y Recoletos, continúa pendiente aún, víctima inocente y absurda de las peleas entre el partido de la derecha y de otras torpes obstrucciones menores. Esta reforma -pensada por cierto por el equipo de uno de los mejores arquitectos del mundo, sino el mejor, y que ganó el concurso - acometía el problema de frente al proponer la mejora del espacio urbano en todos sus aspectos y la eliminación del carácter de autovía, pero sin peatonalizar, sin impedir una muy notable cantidad de tránsito rodado. ¿No debieran ser objetivos del municipio actual el de construir esta atractiva reforma, por supuesto, pero además el de acometer el modo en que se han reformar también los tramos existentes para lograr cumplir los mismos objetivos? Un planteamiento de este tipo llenaría muy adecuadamente la misión urbanística del nuevo municipio, al menos en lo que hace al centro de la ciudad. Y, si no, no se llenará.